La hamaca es uno de los juegos preferidos de los niños. Toman impulso y sienten que vuelan bien alto. Y quizá de eso se trate la vida, tomar impulso y soltarse. Pero muchos se confunden y creen volar en serio, y terminan en el piso, llorando. Como cuando un chico se hamaca mal y se cae, con lágrimas y heridas en la rodilla, brazos o cara, se levanta. Ahora bien, les juro que duelen mucho menos esas heridas, a las de dejarse llevar, volar, que se te ablande el corazón y acelere, y al final, pierdas el impulso, o te caigas por un mal movimiento (Y también cuesta más levantarse. Mucho más). La alegría también es como una hamaca, va y viene, hasta que en un momento para, y de ahí crece un dolor, que luego se transforma en alegría de vuelta, y siempre así. Siempre lo mismo.
Muchos necesitan que les den impulsos, otros lo saben hacer solos. Yo lo necesito, pero siempre termino cayendo o parando. Es obvio que alguien no puede darme impulso siempre, y es obvio que todos nos equivocamos y por vértigo y miedo, caemos o paramos. No les miento, más de una vez me hice el vivo y no me salió. (Uno necesita tratar siempre, si no trata, se queda pensando en el "hubiera" y no en el "hice").
La hamaca también trae nostalgia, recuerdos de infancia, entre otras cosas que hoy no explicaré.

En fin, la hamaca, como muchos otros juegos más, es el juego de la vida. Y siempre que uno los juegue, va a estar viviendo un poquito más. Va a crecerle el alma, el corazón, la nostalgia y la melancolía. Por mi parte, crecen las metáforas.
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